LA M. SORAZU Y LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL
Concluye este mes, el día 11, el Año
Sacerdotal decretado por el Papa Benedicto XVI para la celebración del 150
aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1786-1859), el Santo Cura
de Ars. Este santo sacerdote se distinguió por una misión absorbente y
crucificadora: el ministerio ininterrumpido del confesonario. Era, en verdad,
el “hombre sacrificado, devorado” de que nos habla el Beato Antonio Chevrier
(1826-1879), uno de los más ilustres y santos penitentes del Cura de Ars[1].
Creemos que la clausura del expresado año
constituye una excelente oportunidad para dedicar este número del boletín a la figura
del sacerdote o ministro de Dios, en lo que concierne a la dirección de las
almas, tal y como aparece en los escritos de Madre Ángeles Sorazu.
Acertadamente escribió el difunto P. Daniel Elcid O.F.M. (1917-2007) en su
biografía de la Madre que “sobre este tema se podría escribir una tesis o un
tratado”, habida cuenta de que “desde un principio ella entendió la dirección
como divina”[2].
Ya desde la conversión de Florencia
Sorazu, es decir, aún en su vida
seglar, en 1889 -cuando vivía en Tolosa y tenía 16 años-, Dios nuestro Señor le
intimó que se sometiera a la dirección de un ministro suyo. Sin embargo, habían
de pasar más de catorce años, de los cuales doce en la vida religiosa, para que
ella cumpliera ese requerimiento de Dios. Y seis años más tarde, en 1910,
cuando ya había tenido dos directores espirituales, en carta al P. Mariano de
Vega O.F.M. Cap (1871-1946), su tercer director -al que ella había de llamar
“mi Padre verdad”-, se dolía de “no haberme portado como Dios nuestro Señor y
nuestra Madre Purísima me tienen mandado que me porte con quien hace sus veces
conmigo sobre la tierra”[3].
Y es que, como ella misma decía en esa carta,
“...la
dirección espiritual -o sea, la manifestación de mis interioridades al confesor
o director- era para mí el sacrificio más grande y la cruz más pesada e
insoportable que el Señor me podía
imponer, y un imposible, dado mi carácter y modo de ser”[4].
Precisamente en 1899, cuando Sor Ángeles se resistía todavía
a tener un director espiritual, el Papa León XIII escribió al arzobispo de
Baltimore, cardenal Gibbons, la carta Testem benevolentiae, por la cual condenaba el americanismo,
error que pretendía adaptar las doctrinas de la fe a las ideas modernas. Afirmaba
allí el Papa:
“… los que
tratan de santificarse, por lo mismo que tratan de seguir un camino poco
frecuentado, están más expuestos a extraviarse, y por eso necesitan más que los
otros un doctor y guía. Y esta manera de proceder siempre se vio en la Iglesia;
esta doctrina fue profesada unánimemente por todos los que, en el transcurso de
los siglos, florecieron por su sabiduría y santidad; y los que la rechacen no podrán
hacerlo sin temeridad y peligro”[5].
¿A
qué se debía aquella resistencia de Sor Ángeles a tener un director espiritual?
A su repugnancia a manifestar a los confesores no sus pecados, sino las gracias
de predilección que recibía del Señor, pues creía que tales gracias no se
correspondían con la bajeza que sentía de sí misma. Aun así, había de reconocer
que
“… para
tranquilizar mi conciencia, recobrar la paz del alma y llenarme de satisfacción
y alegría, me parece no necesito más que tener en la tierra un sacerdote,
ministro de Dios, que conozca mi alma tal cual es en la presencia del Señor”[6].
Son notables los textos sobre la
dirección que se hallan en dos cartas escritas por M. Sorazu a su director, el
P. Mariano de Vega, los días 1 y 2 de septiembre de 1913, en las que le
transcribe notas de sus ejercicios espirituales. Lo es sobre todo la última de estas:
“... Propuse conducirme en mis relaciones con mi padre de la
misma manera que me conduzco con Dios nuestro Señor, a quien representa, teniendo
en él la misma fe y confianza que tengo en Dios. [...]. Grande confianza de
obtener por su medio todos los bienes, y de llegar a ser feliz, muy feliz, con
la transformación total y completa de mi alma en Dios, única felicidad que
conozco y deseo. Propósito de obedecerle en todo, de vivir como abandonada a su
paternal providencia, sin cuidar de otra cosa que de hacer lo que me manda y
recibir lo que me da, esto es, la gracia divina... ¡Qué dicha, tener un
ministro de Dios que así cuida de mi alma, me conoce, y conoce mi manera de
ser, mi camino, etc., etc., y que, con su celo, caridad e interés por mi bien,
me defienda de mis enemigos, vigile sobre mi conducta, y haga conmigo todos los
oficios de un verdadero padre, madre y pastor de mi alma!”[7].
Pero no es sólo en las numerosas cartas
de M. Sorazu a su Padre verdad -166 en el primer período directivo y 59 en el
segundo- donde hallamos pasajes relativos a la dirección espiritual, sino que
M. Ángeles dedicó a la misma el apéndice de su tratado La Vida Espiritual -obra cuya segunda edición de 1956 se halla
agotada-, apéndice del que reproducimos seguidamente sus párrafos iniciales.
SOBRE LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL
“Dios somete las almas a la dirección de
la Iglesia representada en sus ministros.
La confianza es muy necesaria al alma; y
sin ella la dirección más le perjudica que le aprovecha. Las almas cristianas
sólidamente virtuosas están animadas de una fe viva, confianza y cariño
filiales y de respeto profundo a la Iglesia Católica y a los ministros que la
representan, desde el Soberano Pontífice hasta el más humilde sacerdote. Dicha
fe y veneración las demuestran en sus relaciones con los sacerdotes regulares y
seculares que tratan; pero singularmente con su Confesor o Director, en quien
ven a Jesucristo y respetan su divina autoridad.
La fe viva, el respeto profundo y la
obediencia pronta y generosa al Director espiritual o Confesor encargado de
juzgar y dirigir su conciencia, es el distintivo de las almas santas, a quienes
Dios nuestro Señor somete a la dirección de sus ministros y en ellos de su
santa Iglesia siempre, pero singularmente cuando las llama a mayor perfección o
ha llegado el tiempo de decidir su vocación. En este período inspira en ella el
deseo o la necesidad de franquearse enteramente a un prudente y virtuoso
confesor por medio de una confesión general. Esto hecho, reclama de ella la
sujeción y obediencia, y que para todo se inspire en el confesor que ya conoce
su vida íntima.
Generalmente se vale Dios del Confesor o
Director para decidir la vocación de las almas llamadas a la perfección,
quienes a los pies del confesor en el santo tribunal de la penitencia aprenden
lo que Dios quiere de ellas. Decidida la vocación, todavía se sirve del
Director para obligar al alma a responder a su llamamiento, venciendo los
obstáculos a veces insuperables que le salen al encuentro. Si le falta el
consejo confirmativo del Director, se expone el alma a perder la vocación con
que el cielo la distinguiera. Muchas la pierden por esta causa, o porque no
están fundamentadas en la fe y obediencia que deben al Director y juez de su
conciencia, y se dejan arrastrar del criterio y voluntad de las personas que
las rodean, pero que ignoran los designios de Dios sobre ella”.
(M.
Ángeles Sorazu, Apéndice sobre la
Dirección Espiritual, cap.1,
La Vida Espiritual, Madrid 19562, p.331-332)
PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS
“En el período de tibieza o extravío que tuvo lugar el último año
de mi vida seglar y los dos primeros de mi vida religiosa[8],
veía a Jesús apenado por mi ausencia y que me llamaba y atraía hacia sí con
potentes y delicadísimos silbidos que daba desde el fondo del Sagrario. Los
silbidos entendí fueron aquellos llamamientos fuertes irresistibles con que se
imponía Dios a mi alma con frecuencia durante mi extravío en su afán de
elevarme a la altísima perfección a que me destinara su providencia. Y por el
tiempo que refiero (a partir desde que fui a Jesús María)[9]
veía a Jesús en íntimas relaciones con mi alma, pero no estaba satisfecho
porque anhelaba verme a su lado en la cima de un altísimo monte de luz o región
sublime donde se hacía presente a mi alma a la vez que en el sagrario.
Ansiaba yo
responder a los designios de Jesús subiendo a aquella cumbre donde parecía que
me esperaba con ardientes anhelos, pero no podía. Lloraba con amargura mis
extravíos a los pies de Jesús sacramentado, constituido Pastor de mi alma, y le
pedía perdón con propósito firme en la enmienda, pensando que eran mis culpas
lo que me impedía elevarme al sublime lugar donde se me mostraba el mismo
divino Señor, y tampoco conseguía elevarme. En vista de que no podía salvar el
abismo que me separaba de la altísima cumbre en que yacía Jesús y me llamaba,
rogué a Su Majestad que viniese en busca mía y me condujese por sí mismo a
aquella altísima perfección, a cuya súplica contestóme el Señor con una leve
insinuación, indicándome que no podía descender adonde estaba mi alma ni yo
subir a Él, porque era necesario que mediase la dirección espiritual para
salvar el abismo que me separaba de su Bondad.
La razón de esta
necesidad entendí que era el poco aprecio que hacía de sus dones y gracias de
predilección […] y que era necesario que un Ministro suyo me enseñase a estimar
sus dones y a corresponder a ellos, obligándome a vivir en conformidad con sus
designios de amor en mi alma”.
(M. Ángeles
Sorazu, Autobiografía Espiritual,
Madrid 1990, n.262-263, p.253-254)
TEXTOS PARA LA ORACIÓN
“Asiré
de ti y te llevaré a la casa de mi madre: allí me enseñarás, y yo te daré bebida del vino adobado, y el mosto de
mis granadas [Cant 8,2]. Mi madre es la
Sabiduría increada, la cual en su divina eternidad ideó mi existencia y me
retuvo en su seno hasta que me sacó a la luz llamándome a la vida. Por casa de
la divina Sabiduría, entiendo la Iglesia Docente -denominada sal de la tierra y
luz del mundo- a la cual quiero conducir a Jesús en quien veo la
personificación de la Sabiduría, Razón, Verdad y Providencia divinas, y a quien
hablo en estos términos: Tan pronto como me vea en posesión tuya, identificada
contigo, oh Amor mío, impulsada del celo que me anima por la santificación de
tus Ministros que te representan en la tierra, a los cuales quisiera elevar a
tu divina y perfecta unión, para que conozcan por experiencia los misterios de
amor que obras en las almas que favoreces con tu predilección, y las verdades
divinas que aprendieron en los libros santos; asiré de ti y te llevaré a la casa de mi madre, a la Iglesia
Docente, y te depositaré en la inteligencia y en el corazón de tus Ministros
que forman dicha Iglesia, como un tesoro de luz, de sabiduría, de verdad, de
providencia, de caridad, de justicia, de misericordia y de fuerza divinas, y
manantial perenne de vida, para que poseídos de tu espíritu de verdad y
caridad, adheridos a tu vida infinita y divina, te representen dignamente y
continúen en el mundo tu misión salvadora con mucho mérito propio y felices
resultados en las almas que reclaman sus cuidados.
Allí, en dicha
Iglesia Docente, velado en tus Ministros que te representan en la tierra, me enseñarás las secretas sendas que conducen a la perfección a que me
destinas, las leyes que debo observar, los ejercicios que quieres que
practique, y a distinguir y separar el trigo de tus divinas revelaciones, de
las ilusiones de la fantasía, y de las influencias diabólicas, y a preferir la
virtud y el mérito a los dones celestiales, y a procurar en todo el
cumplimiento de tu divino beneplácito y tu divina aprobación. Especialmente me
enseñarás o
revelarás los ocultos arcanos de tu Divinidad y Humanidad, mostrándome en ti
mismo la realidad de tus perfecciones, virtudes y misterios soberanos que por
secreto impulso tuyo citarán dichos Ministros donde yo lo oiga, como lo has
hecho muchas veces.
Y yo te daré bebida del vino adobado y el mosto de mis
granadas. Esto es, en la misma Iglesia Docente, por mediación de tus
Ministros, en los cuales te revelas a mi alma, yo te daré bebida del vino adobado, o sea, mis conceptos y afectos
exteriorizados o expresados en mis humildes escritos, para que te deleites en
ellos, y si te place, con ellos sustentes la piedad de las almas que quieres
santificar por el instrumento humilde de mi bajeza: y el mosto de mis granadas, esto es, el amor que arde en mi corazón
amante de tu Bondad hasta la pasión divina, más mis pobrísimos méritos que pongo
al servicio de tu gloria, y la satisfacción e impetración de las buenas obras
que con tu gracia he practicado y practicaré en lo sucesivo, para que con ellas
socorras a las almas que expían sus culpas en el purgatorio, o se hallan en el
triste estado del pecado mortal.”
(Consideración sobre el capítulo 8 del Cantar de los Cantares,
Exposición de varios pasajes de la Sagrada Escritura,
Salamanca 1926,
p.112-113)
TESTIMONIO
Quiero
dar las gracias a Madre Ángeles porque creo que gracias a ella hoy me encuentro
bien, pues hace tres meses tuve un problema en los brazos y me hicieron pruebas
de cabeza. Le pedí a Madre Ángeles que no fuera nada. Además tuve una
operación. Las pruebas dieron que todo era normal y el problema de los brazos
desapareció al poco tiempo. La operación fue muy bien. Creo que todo salió bien
gracias a su intervención. Siempre confío mucho en ella.
Merche
(Valladolid)
Rogamos
encarecidamente a las personas devotas de M. Ángeles no dejen de comunicar por
escrito y compartir con los demás lectores los favores recibidos. No nos
gustaría tener que reducir la extensión del Boletín por falta de testimonios.
[1] Cfr. A. Trochu,
Espíritu del Cura de Ars, Barcelona
1931, 57-60.
[2] Cfr. D. Elcid,
Ángeles Sorazu, Madrid 1986, 261.
[3] Sorazu, M. A., Carta del 21-7-1910, en Correspondencia entre santos, Madrid
1995, p.47.
[4] Ibidem, n.8, p.56.
[5] Cfr. Royo
Marín, A., Teología de la
perfección cristiana, Madrid 20019, p.810.
[6] Sorazu, M. A., Carta del 11-6-1910, en Correspondencia entre santos, op.cit., p.22.
[7] Sorazu, M. A., Carta del 2-9-1913, en Correspondencia entre santos, op.cit., p.1118-1119.
[8] Desde mediados de 1890 hasta el 15 de agosto de
1893.
[9] Sor Ángeles residió en el monasterio de Jesús María
entre el 11 de septiembre de 1895 y el 22 de junio de 1898. En este capítulo de
la Autobiografía trata de los años 1899 y 1900.