Tema 30:
La Escatología
(Muerte,
Juicio, Infierno y Cielo)
Dios Creador,
conservador, cooperador y gobernador de todas las cosas, es también su
consumador, en cuanto que dirige a cada uno de los seres creados para un fin
que el mismo Dios ha preestablecido. Dice San Ignacio de Loyola que el
hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro
Señor y mediante esto salvar su alma. Es decir, el hombre ha sido
creado para ir al cielo. De la vida terrena se ha hablado mucho porque es bien
palpable, cognoscible por los sentidos, la tenemos bien cerca de nosotros; pero
de la vida eterna ¿qué sabemos, en realidad? Un dato certero es el siguiente:
el tránsito de la vida terrena a la vida eterna se realiza por medio de la
muerte.
La muerte
La Sagrada
Escritura nos habla de la muerte y nos la describe de la siguiente manera:
1.
La
muerte consiste en la separación de alma y cuerpo.
·
II Corintios 5,
1: Porque sabemos que si esta
tienda, que es nuestra habitación terrestre, se desmorona, tenemos una casa que
es de Dios: una habitación eterna, no hecha por mano humana, que está en los
cielos.
·
I Pedro 1, 14: Sabiendo que pronto tendré que dejar mi tienda,
según me lo ha manifestado nuestro Señor Jesucristo.
·
Génesis 3, 19:
Con el sudor de tu rostro
comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque
eres polvo y al polvo tornarás.
·
Eclesiastés 12,
7: Vuelva el polvo a la tierra,
a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio.
2. La muerte pone
fin al estado de viandantes.
·
Eclesiastés
9, 10: Cualquier
cosa que esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque no
existirá obra ni razones ni ciencia ni sabiduría en el sheol a donde te
encaminas.
·
Juan
9, 4: Tengo
que trabajar en las obras del que me ha envidado, mientras es de día; llega la
noche, cuando nadie puede trabajar.
De estos textos se deduce que esta vida no es el
término, sino el camino hacia otra.
3. La muerte en estado
de gracia es un don especial de Dios.
·
Sabiduría
4, 10-11 y 14: Halló
gracia ante Dios y Dios le amó, y como vivía entre pecadores, le trasladó. Se
lo llevó para que la maldad no pervirtiera su inteligencia o el engaño sedujera
su alma... Su alma era del agrado del Señor, por eso se apresuró a sacarle de
entre la maldad.
4. El momento de
la muerte es inesperado. Conviene estar siempre preparado.
·
Mateo
24, 42: Velad,
pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
·
Mateo
25, 13: Velad,
pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.
·
Lucas
12, 19-20: Y
diré a mi alma: alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años,
descansa, come, bebe, banquetea. Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te
reclamarán el alma, las cosas que preparaste ¿para quién será?
5. Inmediatamente
después de la muerte, el alma será juzgada por Dios en un juicio particular
·
Lucas
16, 19-30:
El pobre Lázaro y el rico Epulón llegan al lugar de su destino eterno, apenas
han muerto: el uno al cielo, el otro al infierno.
·
Hebreos
9, 27: Y
del mismo modo que está establecido que los hombres mueren una sola vez y luego
el juicio.
Existe un lugar
de expiación donde se purifican las almas de los justos que salen de esta vida
con manchas de pecado. Estas manchas son la pena temporal debida, sea a los
pecados mortales ya perdonados, sea a los pecados veniales no expiados antes de
la muerte.
·
Apocalipsis
21, 27: Nada
profano entrará en ella (la Jerusalén celestial) ni los que cometen abominación
y mentira, sino solamente los inscritos en el Libro de la vida del Cordero.
·
II
Macabeos 12, 43-46: Después de haber reunido entre sus hombres
cerca de dos mil dracmas, las mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por
el pecado, obrando muy hermosa y noblemente, con el pensamiento puesto en la
resurrección. Pues de no esperar que los soldados caídos resucitarían, habría
sido superfluo y necio rogar por los muertos, mas si consideraba que una
magnífica recompensa está reservada a los que se duermen piadosamente, era un
pensamiento santo y piadoso. Por eso mandó hacer este sacrifico expiatorio a
favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado.
·
Mateo
12, 32: Y al que diga una palabra contra
el Hijo del Hombre, se le perdonará; pero al que diga contra el Espíritu Santo,
no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.
Si
el pecado contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en esta vida , ni en la
otra, hay por consiguiente pecados que se perdonan en la otra vida.
Evidentemente, no se perdonan en el Cielo, donde nada manchado puede entrar; ni
en el Infierno, donde se hallan los que se han condenado para siempre. Por
tanto, hay un lugar de expiación en la otra vida, donde se purifican las almas
de los justos, que no se han purificado totalmente en esta vida.
·
I
Corintios 3, 11-15: Pues
nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno
construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno,
paja, la obra de cada cual quedará al descubierto, la manifestará el día, que
ha de manifestarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la
probará el fuego. Si la obra de uno, construida sobre el cimiento, resiste,
recibirá la recompensa. Mas aquel cuya obra queda abrasada sufrirá el daño. Él,
no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego.
Según
todo el contexto, se trata aquí de los predicadores del Evangelio que edifican
sobre Cristo: oro, plata, piedras preciosas –o sea, la doctrina buena, que
resiste la prueba del fuego- o madera, heno, hojarasca –o sea, una doctrina
vana, aunque no contraria al fundamento que es Cristo-, doctrina que será
consumida por el fuego. Aquel cuya doctrina resiste el fuego, recibe la
recompensa de su buena obra; aquél, en cambio, cuya obra es consumida por el
fuego (se consume la doctrina vana), sufrirá detrimento por la vanidad de su
obra, pero él mismo se salvará (esto es, no sufrirá condenación eterna), pero
por el fuego, o sea, padeciendo alguna pena, por tanto, según el texto que
estamos analizando, el predicador vano, ni será condenado al infierno, ni podrá
llegar al cielo, sin sufrir el castigo por su vana doctrina.
De aquí se deduce con pleno derecho y perfecta lógica, que cualquier cristiano puede hallarse en la hora de la muerte en estado de gracia, pero teniendo que padecer algo antes de entrar en el cielo. Así el dogma católico del purgatorio revela la justicia y santidad de Dios, que aborrece hasta la sombra del pecado. Además estimula al alma a la penitencia, y consuela al pecador que se convierte a última hora, el cual, de otra manera, apenas podría esperar llegar del fango del vicio al cielo.
El
infierno
1.
Los que mueren
con culpas graves van al Infierno.
·
I Corintios 6, 9-10: ¿No
sabéis acaso que los injustos no heredarán el reino de Dios? ¡No os engañéis!
Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los
homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios.
·
Apocalipsis 21, 8: Pero
los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los
hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el lago
que arde con fuego y azufre que es la muerte segunda.
2.
Cómo nos
describe la Biblia el infierno.
PENA DE SENTIDOS:
· Mateo 13, 42: Y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes.
· Apocalipsis 19, 20: Pero la Bestia fue capturada, y con ella el falso profeta –el que había realizado al servicio de la Bestia las señales con que seducía a los que habían aceptado la marca de la Bestia y a los que adoraban su imagen- los dos fueron arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre.
·
Léase también II
Pedro 2, 4; Mateo 22, 13; Lucas 16, 23-24.
REMORDIMIENTO ETERNO:
· Marcos 9, 43-48: Y si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela. Mas vale que entres manco en la Vida que, con las dos manos, ir a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo. Mas vale que entres cojo en la Vida que, con los dos pies, ser arrojado a la gehenna. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Mas vale que entres con un solo ojo en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna; donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.
· Isaías 66, 24: Y en saliendo, verán los cadáveres de aquellos que se rebelaron contra mí. Su gusano no morirá, su fuego no se apaga y serán el asco de toda carne.
·
Sabiduría 5, 3-7: Se
dirán mudando de parecer, gimiendo con el espíritu angustiado: “éste es aquel
de quien entonces nos burlábamos, a quien ultrajábamos, insensatos, con
nuestros sarcasmos. Locura nos pareció su vida y su muerte una ignominia ¿cómo,
pues, es contado entre los hijos de Dios y participa en la herencia de los
santo? Luego equivocamos el camino de la verdad; la luz de la justicia no nos
alumbró, no salió el sol para nosotros. Nos hartamos de andar por sendas de
impiedad y perdición, atravesamos desiertos intransitables; pero el camino del
Señor, no lo conocimos.
PENA DE DAÑO (el alma se ve apartada siempre de Dios)
· Mateo 25, 41: Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartáos de Mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles.
· Mateo 18, 8: Si, pues, tu mano o tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo y arrójalo lejos de ti, mas te vale entrar en la Vida manco o cojo que, con las dos manos o los dos pies, ser arrojado en el fuego eterno.
· Apocalipsis 20, 10: Y el diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde están también la Bestia y el falso Profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.
Objeciones
protestantes:
1. El fuego del Infierno es eterno por ser de “consecuencias eternas” según Judas 7 (Y lo mismo Sodoma y Gomorra y las ciudades vecinas, que como ellos fornicaron y se fueron tras un uso innatural de la carne, padeciendo la pena de un fuego eterno, sirven de ejemplo).
Leyendo el texto debemos confirmar que el fuego es
eterno para los habitantes de esas ciudades.
2. El Infierno no es eterno, como se desprende de Malaquías 3, 19 -4, 1- (Pues he aquí que viene el día abrasador como un horno, y serán todos los arrogantes y los que cometen impiedad como paja; y los consumirán el día que viene, dice Yahvé Sebaoth, hasta no dejarle raíz ni rama).
Ya hemos hablado de las penas eternas del
infierno más arriba.
3. Cristo vino a destruir las obras del Diablo, es decir su imperio, como se deduce de I Juan 3, 8 (Quien comete el pecado es del diablo, pues el diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del Diablo).
Que el Diablo no ha sido destruido de
desprende claramente de Apocalipsis 20, 10 como hemos visto más arriba y donde hemos afirmado que existe por los siglos de los siglos.
El
cielo
1.
El cielo es la
herencia de los hijos de Dios y la casa del Padre.
· Romanos 8, 17: Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados.
· Gálatas 4, 7: De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios.
· Juan 14, 2: En la Casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar.
2.
¿Quiénes van al
cielo? Los justos, que nada tienen que pagar en la hora de la muerte.
· Lucas 23, 43: Jesús le dijo: “YO te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
· Filipenses 1, 21-23: Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia; pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger... me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor.
· Lucas 16, 19-30: Tanto el rico Epulón como el pobre Lázaro, inmediatamente después de su muerte, llegan al lugar de su eterno destino.
3.
En el Cielo los
bienaventurados ven a Dios cara a cara.
·
I Corintios 13, 12: Ahora
veremos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco
de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido.
·
Apocalipsis 22, 4: Verán
su rostro y llevarán su nombre en la frente.
·
I Juan 3, 2: Querido,
ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos
que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual
es.
4.
A esa visión de
Dios se agrega un gozo y un amor eterno.
· Mateo 25, 21: Díjole su Señor: “¡Bien, siervo bueno y fiel! Has sido fiel en lo poco, te pondré por eso al frente de lo mucho; entra en el gozo de tu Señor”
· I Corintios 13, 8: La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías, cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia.
5.
Según el mérito
de cada uno, así será la gloria.
·
Efesios 6, 8: Conscientes
de que cada cual será recompensado por el Señor según el bien que hiciere: sea
esclavo, sea libre.
·
Apocalipsis 22, 12: Mira,
pronto vendré y traeré mi recompensa conmigo para pagar a cada uno según su
trabajo.
6.
La felicidad del
cielo es inenarrable.
· I Corintios 2, 9: Mas bien, como dice la Escritura, anunciamos: lo que ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman.
7.
Esta
bienaventuranza es eterna.
· Mateo 25, 46: E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.
· Apocalipsis 22, 5: Ya no habrá noche; no tienen necesidad de luz de lámpara ni luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos.
¿Qué
dice la Teología?
La fe de la Iglesia ha enseñado en el
Catecismo: “La muerte pone fin a la vida
del hombre como tiempo abierto a la recepción o rechazo de la gracia divina
manifestada en Cristo (Cf. II Tim 1, 9-10). El Nuevo testamento habla del
juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su
segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la
retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus
obras y de su fe. La parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 22) y
la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (Cf. Lc 23, 43; Heb 9, 27; 12,
13) hablan de un último destino del alma (Cf. Mt 16, 23) que puede ser
diferente para unos y otros”. (CEC 1021). El mismo catecismo mantiene que
el alma humana es inmortal, “que no
perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo
en la resurrección final”. (CEC 366)
El
problema surge cuando leemos el Antiguo Testamento. Parece que, tras su lectura
detenida, no se pueda afirmar inmediatamente que la antropología bíblica sea
dualista, es decir, que no admite que el hombre esté formado por un doble
principio: alma inmortal y cuerpo. En hebreo basar (carne) significa toda la persona humana en cuanto débil,
mientras que nefesh (alma) significa
toda la persona, pero en cuanto viviente.. Son, pues, dos aspectos, no dos
principios que componen la realidad del hombre. Más bien, diríamos que son dos
matices de la persona humana.
Indudablemente
no se puede negar que esto es así. Los términos basar y nefesh no son los
griegos de psiché y soma, que significan claramente la parte
espiritual y la parte corporal del hombre. Pero también debemos acotar que la
Sagrada Escritura no hace un tratado
sobre antropología, sino que describe al hombre , más que en sí, en relación
con Dios y con el mundo en el que vive. Es desde su fe en el más allá desde
donde elabora una concepción del hombre. Por esa razón, el pueblo judío
distingue entre los refaím (los
muertos) que perviven después de la muerte en el sheol, y los nebeletam (cadáveres) que quedan en los
sepulcros y resucitan al fin de la historia. Los refaím perviven en el sheol como dormidos y, además, allí no alaban
al Señor (Is 38, 18; Sal 88, 11ss; 30, 10). Lo que queda claro es que los refaím nunca se dice que se corrompen,
sino que perviven; de mala manera, pero perviven, mientras que a los cadáveres
en el sepulcro se les atribuye la corrupción.
El tema
de la retribución
Ahora
bien, hay un tema que preocupa a Israel y sobre el cual va a hacer una profunda
meditación: el tema de la retribución del justo y del impío.
1.
La retribución se
da en la tierra. Israel concibe la retribución en términos de premio
y castigo que Dios confiere a los justos y a los impíos en la misma tierra. El más
allá no se percibe todavía con claridad y se considera el sheol como un lugar
inhóspito y olvidado de Dios. Por ello la retribución se concibe en términos
terrestres. El justo recibe bienes en la tierra, mientras que el impío fracasa.
·
Salmo 1; 91:
·
Salmo 128, 1-3:
·
Salmo 112
2.
Evolución de una
retribución terrenal no satisfactoria a una retribución en el más allá segura y
certera. El exilio ha hecho trizas la suerte comunitaria de Israel, puesto que
todos, ricos y pobres, han sufrido esa calamidad. Por esa razón, Ezequiel (Ez 18) va a desarrollar una reflexión sobre
la retribución que va a responsabilizar a cada individuo de su pecado personal.
Por otro lado, empiezan a darse cuenta que los impíos muchas veces salen
triunfantes y los justos parecen olvidados en la mente de Dios. En este
proceso, cobran gran importancia las reflexiones del Libro de Job[1]
y el Libro de Qohélet o Eclesiatés[2],
a los que se añaden el profeta Jeremías (Jer 21, 1) y particularmente Salmos
(6, 74, 94 o 37) donde vemos que el salmista clama al cielo por la injusta
retribución que observa en la tierra.
Así pues, el problema de la retribución
se empieza a solucionar en el más allá. De este modo, comienza a diferenciarse
la suerte de los difuntos en el sheol: mientras el impío es arrojado a lo
profundo del sheol (Is 14, 15; Ez 32, 22-23; Prov 7, 27; 9, 18) es en los
salmos místicos (16, 49, 73) donde se observa ya con claridad que la suerte de
los justos será en el más allá distinta de la de los impíos, pues Dios salvará
al justo del sheol[3] y se lo
llevará consigo.
En este sentido, influyó no poco la
herencia helenística del Libro de la Sabiduría. Al admitir la subsistencia del
alma como principio de vida, fue posible reemplazar la concepción de la
existencia aletargada del hombre en los infiernos o sheol por otra mucho más
positiva. Esta nueva concepción permitió a los sabios de Israel considerar la
existencia en el más allá como una vida y, por consiguiente, dadas ciertas
condiciones, como una vida feliz.
3.
Los Salmos Místicos (16, 49, 73). En los llamados salmos místicos se da
una evolución hacia el concepto de alma separada después de la muerte y
presente en el sheol.
·
Salmo 49, 16: Pero Dios
rescatará mi alma del sheol, puesto que me recogerá.
En este texto el término que se utiliza
es nefesh, pero con un sentido de
individualidad. Y eso hace pensar que ya se tiene una concepción de alma que
subsiste después de la muerte y, por tanto, equivalente al psiqué de los griegos.
Evidentemente, en este salmo no se alude
a enfermedad alguna, como opinan algunos. La temática es clara: los impíos
andan por este mundo seguros de sí mismos (49, 14), pero su destino es el sheol
(49, 15). No podrán llevarse consigo las riquezas (49, 18), mientras que Dios
“rescatará mi alma del sheol, puesto que me recogerá” ($9, 16). La referencia
por lo tanto al más allá es algo incuestionable: el alma va al sheol, de donde
Dios la rescatará y no muere.
·
Salmo 16, 10: Pues no
abandonarás mi alma en el sheol ni dejarás que tu siervo contemple la
corrupción.
El justo es liberado ya del sheol y llevado junto a
Dios, de modo que el sheol queda reservado ya para los impíos (cuando, en un primer momento, en el sheol habitaban
unos y otros aunque a diferente nivel).
4.
El Libro de la
Sabiduría: de influjo
helenístico, es testigo de la inmortalidad del alma. Quiere ser un libro de
consuelo para los judíos piadoso, porque éste, enseguida después de la muerte,
no queda destruído, sino que entra en posesión de la inmortalidad. El sujeto de
la inmortalidad es la psiqué: “Pues
las almas de los justos están en manos de Dios y no les tocará tormento
alguno”. (Sab 3,
1) Poco antes se ha hablado
del juicio de las almas puras (Sab 2, 22). La suerte
de los impíos es caer en el sheol y permanecer en él (Sab 4, 19).
Hay en el libro una clara escatología de
las almas que, en lugar de ser considerada como una novedad, habría que
colocarla en conexión con la evolución del término de nefesh en los salmos místicos.
Es decir, que el hombre, hecho
incorruptible por Dios, se ha hecho corruptible por la muerte que ha entrado en
el mundo por la envidia del diablo (Sab 2, 24); pero
claramente se especifica que es el cuerpo el sujeto de la corruptibilidad (Sab
9, 15). No todo el hombre muere, por lo tanto, y las almas de los justos están
en manos de Dios. Y éste es el consuelo que ofrece el libro: no hay una
destrucción completa del justo (como piensan los impíos) de modo que sus almas
gozan de Dios. Por ello, si se afirma claramente que la muerte ha afectado al
cuerpo Sab 9, 15: el cuerpo es lo corruptible), se está
hablando de la muerte como separación de cuerpo y alma.
5.
El Nuevo
Testamento: Hay un texto en
el Evangelio que claramente alude a la existencia del alma, al tiempo que
describe al cuerpo como algo corruptible por la muerte: “No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el
alma (Psiqué); temed más bien as los que pueden llevar el cuerpo y el alma a la
gehenna” (Mt 10,
28).
El cuerpo puede ser matado, pero el alma
no; lo cual nos da una idea de dualidad. Decir, por tanto que aquí el alma
significa la persona entera es inaceptable, toda vez que va unida al término de
cuerpo como términos que se distinguen y contraponen.
Existe también la idea en el Nuevo
Testamento de la pervivencia previa a
la resurrección final. Sobre todo en la Parábola del rico Epulón y el pobre
Lázaro (Lc 16, 19-31), donde se habla de la retribución de
Epulón mientras sus hermanos todavía viven en el mundo (antes por tanto de la
resurrección). Esta idea aparece también en las palabras de Cristo al buen
ladrón: “Hoy estarás conmigo en el
paraíso” (Lc 23,
42), donde se habla de una
pervivencia que aparece inmediatamente después de la muerte. Nótese que el buen ladrón le pide a Jesús
que se acuerde de él cuando venga en su
reino. Un judío entiende por ello el reino mesiánico que aparece junto a la
resurrección. En contraste con ello, Jesús le dice que hoy mismo estará con él en el paraíso. Jesucristo entiende que la
resurrección tiene lugar, en cambio, en el último día (Jn 6, 54).
La conclusión es clara: existe una dualidad, el
cuerpo y el alma. Cuando llega la muerte, el cuerpo se deshace o descompone.
El alma pasa un juicio para ser retribuida. Si ha
sido buena irá al cielo a gozar de la eterna gloria con Jesús; si no al
infierno.
Anexo: EL PURGATORIO
por el teólogo Cándido Pozo, SJ.
Artículo publicado en su libro
TEOLOGÍA DEL MÁS
ALLÁ
BAC, Madrid,
1980, pp. 515-533.
El documento de mayor
relieve del magisterio eclesiástico sobre la escatología intermedia es, sin
duda alguna, la constitución Benedictus Deus, de Benedicto XII. En él se
define que, para las almas de los justos que no tengan nada que purgar, la vida
eterna comienza en seguida después de la muerte: Dz. 530; de la misma manera se
define que para las almas de aquellos que mueren en pecado mortal actual, la
condenación tiene comienzo en seguida después de la muerte: Dz. 531. En el
primer miembro es constatable una clara limitación: se trata de las almas de
aquellos «en los que no hubo nada de qué purificarse cuando murieron»; si tal
hipótesis no se realizara, la posesión de la visión beatífica tendrá lugar para
esas almas «cuando, después de la muerte, hayan sido purificadas». Se menciona,
pues, una purificación ultraterrena («después de la muerte»): un estado
transitorio, distinto de los dos estados definitivos de salvación y
condenación, que completa la doctrina sobre la escatología intermedia.
La idea de purificación
ultraterrena había sido rechazada por todos los movimientos «cátaros»
medievales. En concreto, los albigenses no aceptaban un estado extraterrestre
de purificación. Según ellos, las almas que al llegar a la muerte no estaban
plenamente purificadas, tomaban, después de la muerte, otros cuerpos hasta
obtener una purificación plena y volver así al cielo. La purificación sería
siempre terrestre, realizada en sucesivas existencias terrenas.
Naturalmente, esta
oposición medieval sólo tendría interés histórico. Más importante es señalar la
dificultad que, frente a la idea de purgatorio, experimenta todo el
protestantismo ortodoxo.
Es curioso que Lutero
llegó lentamente a la negación del purgatorio: en la disputa de Leipzig del año
1519 negó meramente que la existencia del purgatorio se pudiera demostrar por
alguna de las Escrituras canónicas; el año 1530 ataca la misma existencia del
purgatorio en su escrito «Widerruf vom Fegfeuer»; desde entonces, ésta será su
posición definitiva.
Los demás reformadores
coinciden en la negación del purgatorio, y esta negación permanece hasta nuestros
días en el protestantismo ortodoxo. Hay que señalar que esta coincidencia en
excluir la existencia del purgatorio entra en la lógica de¡ sistema
protestante. En efecto, la idea de purgatorio está en oposición con las ideas
protestantes sobre el tema central de la justificación.
Ya los mismos
reformadores percibían esta oposición como algo que forma parte de¡ sistema.
Así Zwinglio insistía en que, admitida la justificación por la fe sola, no se
debe admitir un estado sobre el cual sería posible la intervención de las
llaves de la Iglesia (el tema de las indulgencias).
Pero el punto más
profundo de oposición aparece si se compara la doctrina protestante sobre la
justificación con la doctrina del concilio de Trento. El protestantismo clásico
no admite la idea de una justicia intrínseca al hombre, la cual, en cuanto
interna al hombre, sería verdaderamente suya; el hombre es intrínsecamente
pecador. No se admite otra justicia sino la justicia de Cristo, que puede ser
imputada extrínsecamente al hombre; la justicia de Cristo es infinitamente
perfecta. Entonces, si Dios no imputa al hombre la justicia de Cristo, no puede
verle sino como es en sí intrínsecamente, corno verdaderamente pecador. Pero si
le imputa la justicia de Cristo, ese hombre, justificado extrínsecamente,
permanecerá intrínsecamente pecador (según la fórmula clásica protestante, en
tal caso, «el hombre es a la vez justo y pecador»), pero Dios en él ya no
atiende a la realidad interna que es el hombre, sino sólo a la justicia de
Cristo que le ha sido imputada.
En ortodoxia protestante,
el juicio de Dios, al ejercitarse sobre el hombre, no tiene más que dos
posibilidades: o lo considera en su realidad interna de pecador, y entonces el
hombre es condenado, o mira a la justicia de Cristo que le ha sido imputada; en
este segundo caso, el juicio de Dios no recae sobre algo imperfecto, sino sobre
la infinita perfección de la justicia de Cristo; el hombre es salvado sin que
haya nada (mirando a la justicia infinita de Cristo) que pueda retardar su
salvación.
Por el contrario, según
las definiciones del concilio de Trento, la justicia del hombre, en su aspecto
formal, es realmente distinta de la justicia infinita que Cristo tiene como
persona divina: «la única causa formal [de la justificación] es la justicia de
Dios, no aquella con la cual El es justo, sino aquella con la cual nos
hace justos, a saber, aquella con la cual, agraciados por El, somos renovados
en el espíritu de nuestra mente, y no sólo somos considerados, sino que nos
llamamos justos verdaderamente y lo somos, recibiendo en nosotros la justicia,
cada uno la suya, según la medida, que el Espíritu Santo distribuye a
cada uno según quiere, [1 Cor 12,11], y según la propia disposición y
cooperación de cada uno» (Dz. 799). Nuestra justicia viene de Cristo y de sus
méritos, pero es realmente distinta de la justicia que Cristo tiene y por la
que El es infinitamente justo: «Si alguno dijera que los hombres son
justificados sin la justicia de Cristo, por la que mereció por nosotros, o que
son justos formalmente por esa misma, sea anatema» (Dz. 820).
El hombre justo tiene,
por tanto, una justicia interna y, en este sentido, suya, y, por tanto,
limitada e imperfecta. Esta imperfección debe ser claramente afirmada, pues la
justicia interna es «la única causa formal» de la justificación (Dz. 799),
y no va acompañada de una imputación suplementaria de la justicia de Cristo (en
el sentido de la teoría de la doble justicia, como la defendieron los
controversistas católicos pretridentinos de la escuela de Colonia).
La imperfección de la
justicia en el hombre que tiene la gracia santificante no debe concebirse como
si a los justificados les faltara algo para merecer la vida eterna. Sin
embargo, aunque la imperfección no es tan grande que impida la consecución de
la vida eterna, puede retardar esa consecución en cuanto que exija después de
la muerte un proceso previo de purificación.
La imperfección de la
justicia del hombre se deriva, según el concilio de Trento, de un doble
capítulo:
a) El estado de
justificación puede coexistir en el hombre y, a la larga, coexiste de hecho
(fuera de un caso de privilegio) con pecados veniales, al menos
semi-deliberados.
b) El estado de
justificación puede coexistir con la permanencia de un reato de pena temporal
(de pecados ya perdonados en cuanto a la culpa), del cual el hombre, si no se
purifica durante la vida terrestre, deberá purificarse después de la muerte en
el purgatorio antes de entrar en el cielo.
Existe, por tanto, un doble
capítulo de imperfecciones de la propia justicia. Por ello, es notable que los
dos grandes concilios ecuménicos que se han ocupado del purgatorio (Florencia y
Trento), lo han puesto en relación sólo con el segundo de estos capítulos, es
decir, con los reatos de pena temporal de los pecados ya perdonados en cuanto a
la culpa y, si se trataba de mortales, perdonados también en cuanto al reato de
pena eterna. Se quiso así evitar, en definiciones estrictamente dogmáticas,
introducir un problema teológico muy difícil y que, por ello, ha quedado fuera
del dogma. En efecto, con la muerte acaba el estado de peregrinación, o sea la
posibilidad de merecer o desmerecer; no es fácil explicar cómo culpas veniales
podrían ser purificadas después de la muerte.
Antes de entrar en
ulteriores aclaraciones, no tenemos sino que añadir que en estos concilios el
purgatorio es concebido como un estado, más que como un lugar. Lo veremos más
adelante.
1. El concilio de Florencia
definió: «Además, si habiendo hecho penitencia verdaderamente, murieran en la
caridad de Dios antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por
los pecados de comisión y de omisión, sus almas, después de la muerte, son
purificadas con penas purgatorias; y para ser librados de estas penas, les
aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de la
misa, las oraciones y las limosnas, y otros oficios de piedad que suelen
hacerse, según las instituciones de la Iglesia, por unos fieles en favor de
otros fieles»: Dz. 693.
2. El concilio de Trento
definió la imperfección de la justicia de¡ hombre, imperfección que proviene
del reato de pena temporal, que debe ser reparado en esta vida o en la futura. El,
concilio decretó también: «Habiendo
enseñado la Iglesia católica en los sagrados concilios y muy recientemente en
este Sínodo ecuménico, adoctrinada del Espíritu Santo por las Sagradas
Escrituras y por la antigua tradición de los Padres, que hay purgatorio y que
las almas retenidas allí son ayudadas por los sufragios de los fieles, pero,
sobre todo, por el sacrificio del altar, digno de ser aceptado: el santo Sínodo
manda a los obispos que procuren diligentemente que la sana doctrina sobre el
purgatorio, transmitida por los Santos Padres y los sagrados concilios, sea
creída por los fieles cristianos, mantenida, enseñada y predicada en todas
partes»: Dz. 983. Este segundo decreto de Trento es disciplinar («manda»), pero
supone que la doctrina del purgatorio es de fe (la alusión a los concilios
precedentes ‑sobre todo, el de Florencia‑ y a su propia definición
en la sesión 6.a; además «manda a los obispos que procuren» que la doctrina del
purgatorio «sea creída» por los fieles).
En los términos, por
tanto, que acabamos de expresar, la doctrina del purgatorio es una verdad de fe
divina y católica, definida en el concilio de Florencia y, de nuevo, en la
sesión 6.a del concilio de Trento (no en el decreto disciplinar).
El concilio Vaticano II,
en la constitución dogmática Lumen gentium c.7 n.49, al describir
la realidad eclesial en toda su amplitud, coloca al purgatorio como uno de las
tres estados eclesiales: «Algunos de sus discípulos peregrinan en la tierra;
otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados». En el n.50
se recuerda la práctica de la Iglesia, que se remonta a los tiempos más
primitivos, de orar por los fieles difuntos, y con palabras de 2 Mac 12,46
(según la Vulgata) alaba ese uso, «porque santo y saludable es el pensamiento
de orar por los difuntos, para que queden libres de sus pecados». En el n.51,
el concilio propone de nuevo, trayéndolos así a la memoria, los decretos de los
concilios de Florencia y Trento sobre el purgatorio y la oración por los
difuntos.
En un contexto semejante
al del n.49 del c.7 de la Const. dogmática Lumen gentium del Vaticano
II, es decir, en una descripción de la realidad total de la Iglesia en el más
allá, se inserta el tema del purgatorio en la Profesión de fe de Pablo
VI: «Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo ‑sean
aquellas que todavía han de ser purificadas por el fuego del purgatorio, sean
aquellas que en seguida después de ser separadas del cuerpo son recibidas, como
el Buen Ladrón, por Jesús en el Paraíso constituyen el Pueblo de Dios después
de la muerte, la cual será totalmente destruida el día de la resurrección, en
el cual estas almas se unirán con sus cuerpos» (n. 28)[1].
Han sido frecuentes las
discusiones sobre el valor de los pasajes de la Sagrada Escritura que suelen
aducirse a favor de la existencia del purgatorio. Quizás la discusión se funda,
sobre todo, en que muchas veces, más que mostrar los fundamentos bíblicos de la
doctrina del purgatorio, se intenta aquilatar si los textos contienen todos y
cada uno de los elementos que pertenecen, sin duda, a la idea dogmática del
purgatorio, pero que, en su forma explícita, son fruto de un lento progreso
dogmático en esta materia. No es raro que la posición más negativa en cuanto al
valor de los textos sea tomada por hombres que han ido a ellos buscando una
idea desarrollada de purgatorio. Los textos que vamos a aducir los consideramos
válidos con tal que no se busque en ellos más que las ideas fundamentales de
nuestra doctrina actual desarrollada sobre el purgatorio. Ulteriormente esos
textos aparecerán a una luz más clara, si se procura descubrir el trasfondo judío
que es su contexto implícito real.
a) 2 Mac 12, 43ss. La
traducción de la Vulgata debe ser corregida, con arreglo al texto original, de
la siguiente manera:
«Y habiendo recogido dos
mil dracmas por una colecta, los envió (Judas Macabeo) a Jerusalén para ofrecer
un sacrificio por el pecado, obrando muy bien y pensando noblemente de la
resurrección, porque esperaba que resucitarían los caídos, considerando que a
los que habían muerto piadosamente está reservada una magnífica recompensa; por
eso oraba por los difuntos, para que fueran librados de su pecado».
Para la exégesis de la
perícopa conviene advertir los siguientes elementos:
1) El autor inspirado
alaba no sólo la acción, sino la persuasión de judas («obrando muy bien y
pensando noblemente de la resurrección»), lo que no podría hacer si el modo de
pensar de judas fuera falso.
2) Los elementos
esenciales de ese modo de pensar son: A) que aquellos difuntos no han muerto en
estado de condenación o enemistad con Dios («considerando que a los que habían muerto
piadosamente está reservada una magnífica recompensa»); B) sin embargo,
algo les falta todavía, de lo cual deben ser librados («para que fueran
librados de su pecado»); C) todo ello se hace en orden a la resurrección para
que en ella reciban la misma suerte que los demás judíos piadosos.
b) 1 Cor 3,12‑15. Mucho se
ha discutido sobre el valor probativo en orden a la idea de purgatorio de pasaje.
He aquí el pasaje, desde el versículo 11:
«Pues nadie puede poner
otro fundamento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. Mas si uno edifica
sobre este fundamento oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la
obra de cada uno se pondrá de manifiesto; porque el día lo descubrirá, por
cuanto en fuego se ha de revelar; y qué tal sea la obra de cada uno, el fuego
mismo lo aquilatará. Si la obra de uno, que él sobreedificó, subsistiere,
recibirá recompensa; si la obra de uno quedare abrasada, sufrirá detrimento; él
sí se salvará, aunque así como a través del fuego».
Será necesario advertir
de nuevo que no se trata de buscar en este texto la idea desarrollada de
purgatorio, sino su núcleo esencial. El texto trata del caso concreto de los
obreros apostólicos, pero a propósito de ellos expone una doctrina de sumo
interés:
1) Se trata de hombres
que han edificado sobre el fundamento, que es Cristo, cosas de mayor o menor
valor (v. 12), no de hombres que hayan rechazado ese fundamento como punto de
partida de su construcción y trabajo.
2) El día del juicio se
pondrá de manifiesto el valor de le que cada uno de ellos ha edificado (v. 13);
el «fuego» de que se habla dos veces en este v. 13 no es el fuego del
purgatorio, sino una imagen del juicio divino (adviértase que se ejercita no
sólo sobre las materias deleznables, que no lo resisten y se incendian, sino
también sobre las sólidas que lo resisten).
3) «Si la obra de uno,
que él sobreedificó, subsistiere, recibirá [el que edificó tal obra]
recompensa»; se trata, por tanto, de la hipótesis de premio inmediato, porque
la obra era sólida y ha resistido el juicio divino.
4) «Si la obra de uno
quedare abrasada, sufrirá detrimento»; el sujeto de «sufrirá detrimento» no es
la obra que se abrasa, sino el que la edificó; la expresión «sufrirá
detrimento» (v.15) se opone al «recibirá recompensa» del versículo anterior, y
añade algo nuevo a la frase que le precede inmediatamente, «si la obra de uno
quedare abrasada»; en otras palabras, el «sufrirá detrimento» no se reduce a
que el operario apostólico ve cómo su obra se destruye, sino que implica una
pena (en oposición a la recompensa).
5) Todo ello es más claro
si se atiende a la metáfora final: «él sí sé salvará, aunque así como a través
del fuego» (v.15); el detrimento que sufrirá no es tal que implique no
salvarse; se salvará, pero con dificultad y angustia (de nuevo el fuego no es
aquí el fuego del purgatorio, sino una imagen de situación angustiosa): «ellos
serán salvados, pero no sin dolor y sin angustia, como se salvan a través de
las llamas las gentes sorprendidas por un incendio repentino.
1. En los siglos I y II
no se dice nada explícitamente del purgatorio, al menos considerándolo
especulativamente.
2. Es de suma importancia
que, entre los más antiguos testimonios sobre el purgatorio que comienzan a
aparecer en el siglo III, San Cipriano manifieste su persuasión de la
existencia de un reato de pena después de concedida la paz eclesiástica, si la
penitencia que la precedió no fue plena; tal reato, si no se satisface por él
en la tierra, postula una expiación después de la muerte. Este modo de
plantear la cuestión ofrece una explicación probable de por qué fueron tan
pocos los testimonios sobre el purgatorio hasta aquel momento pues estuvo largo
tiempo vigente la costumbre de no dar la paz (la absolución) sino después de
realizada una penitencia que se consideraba plena.
3. San Agustín habla, con
frecuencia, de «fuego enmendatorio» o de «fuego purgatorio». La doctrina se
hace común entre los latinos desde este tiempo.
4. Desde el siglo IV
también todos los Padres griegos afirman la existencia de¡ purgatorio: así, p.
ej., San Efrén, San Basilio, San Cirilo de Jerusalén, etc.
5. Hay testimonios del
uso de orar por los difuntos ya desde el siglo II tanto en Oriente como en
Occidente. Tertuliano, al comienzo del siglo III, habla de este uso como de
cosa recibida por tradición (el uso, por tanto, era ya entonces muy antiguo).
Los testimonios litúrgicos más antiguos contienen oraciones por los difuntos.
«Más aún, en las mismas iglesias paulinas existían algunos usos deprecatorios
por los difuntos (cf. 1 Cor 15,29)»
La discusión
medieval con los orientales separados sobre el purgatorio
Los orientales separados
no tuvieron ninguna controversia con los latinos sobre esta materia hasta el
siglo XIII. El año 1231 o 1232, en un coloquio entre un latino y un
obispo oriental, desagradó mucho a éste la idea de fuego del purgatorio. Según
parece, esta doctrina le sonaba como si fuera idéntica con la doctrina
origenista de un infierno temporal. Este coloquio fue el origen de la
controversia, que se prolonga hasta el concilio de Florencia, en la que los
griegos impugnan, ante todo, el fuego purgatorio (a veces también
cualquier pena) y acusan de origenismo a la concepción de los latinos acerca del
purgatorio; admiten, sin embargo, un estado intermedio para las almas de
aquellos que mueren con pecados leves (los reatos de estos pecadores son
condonados por Dios, movido por las oraciones de la Iglesia; se deben hacer,
por tanto, oraciones por los difuntos).
En el concilio de
Florencia, la oposición de los griegos se reducía a dos puntos: rechazaban el
sustantivo «purgatorio» (según parece, no querían que se concibiera como un
lugar) y el fuego. Las dos cosas fueron omitidas en el texto del concilio, el
cual, sin embargo, habla de «penas purgatorias».
En toda la discusión
medieval, jamás aparece entre los orientales separados una total negación de la
idea de purgatorio. Tal negación total se da por primera vez en el siglo XVII,
en algunos que están bajo el influjo de la doctrina de los reformadores
protestantes. Este influjo fue el origen de la fluctuación posterior. Hay que
decir, sin embargo, que son muchos también hoy los que admiten un estado
intermedio y la eficacia de la oración y de los sufragios por los difuntos;
tales autores admiten generalmente algún género de pena (tristeza) en ese
estado intermedio, pero niegan que las almas se purifiquen por las penas (las
almas se purifican por la condonación divina, que se obtiene por las oraciones
de la Iglesia).
1. La purificación del
amor.
La discusión medieval con
los orientales separados sobre el purgatorio es aleccionadora. Los orientales
vieron en la presentación latina de la teología del purgatorio una pervivencia
del infierno temporal origenista.
Existe el riesgo de
presentar el purgatorio como una especie de infierno temporal. Ello no sólo ha
tenido malas consecuencias desde el punto de vista ecuménico (discusión
medieval con los orientales), sino que implica una perspectiva falsa: infierno
y purgatorio no se pueden construir paralelamente, introduciendo en este último
sólo una limitación temporal. El sentido profundo de ambos estados no sólo es
distinto, sino contrario, ya que de signo contrario son las situaciones
psicológicas que en ellos se viven: el infierno se centra en el odio, mientras
que el purgatorio se centra en el amor.
Tal vez sea conveniente
insistir en la importancia primaria del amor en el purgatorio. El amor
retardado en la posesión de la Persona amada (dilación de la visión de Dios)
produce sufrimiento, y en ese sufrimiento se purifica. Pensemos en el
purgatorio, ante todo, como una purificación del amor.
2. El fuego del
purgatorio.
Algunos documentos del
magisterio eclesiástico hablan de fuego del purgatorio. Dada la historia de la
cuestión (posible introducción del tema por paralelismo con el infierno y
deliberada exclusión de este elemento en la definición del concilio de
Florencia), no parece que se imponga tan claramente como en el caso del
infierno la necesidad de admitir una pena de sentido realmente distinta del
sufrimiento del amor retardado en la posesión de la Persona amada. Quizás en el
caso del purgatorio no es imposible una interpretación metafórica, que explique
la expresión “fuego” como el mismo sufrimiento que procede de la dilación de la
visión de Dios.
[1] Audiencia General del Papa Juan Pablo II( Miércoles 4 de agosto de
1999)
1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de
la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una
alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece
alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios,
pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere
una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del
«purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que
ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de
modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin
pasar a través de algún tipo de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está
destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad
física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto
con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar
(cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes,
ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe
corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad
(cf. 1R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del
Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza
de corazón y con el testimonio de las obras (cf . Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la
muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no
tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo
sugiere.
El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará
el día del juicio, v dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento
(Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada,
sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a
través del fuego» (1Co 3, 14-15).
3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a
veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés
obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica
rea izada por Dios en el pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los
padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada
por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y
expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y
«justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12,
especialmente, 53, 11).
El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo
Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y
reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o
«lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).
4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que
desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7;
7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva.
Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en
favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al
mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1
Jn 2, 2).
Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará
plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento
de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el
amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de
presentarnos puros o íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama
«vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación
evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos
llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en
presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo,
con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a
«purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3,
3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda
imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto
es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no
indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven
en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de
los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum
pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento,
Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).
Hay que precisar que el estado de purificación no es una
prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una
ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a
este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano 11,
que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el
consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada
única carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27),
mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos
mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas
exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y
25, 30)» (Lumen gentium, 48).
6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que
la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión
comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación
están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida
eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).
Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en
el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en
estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en
la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La
purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven
la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.
[1] El Libro de Job refuta la tesis tradicional que es la que mantiene sus amigos Elifaz, Bildad y Sofar y, basándose en su propia experiencia y en su inocencia, no le queda otra salida que apelar a los designios inescrutables de Dios, defendiendo siempre tanto su justicia como su bondad.
[2] La postura del Qohélet o Eclesiatés roza el escepticismo y el nihilismo cuando constata que no se da una solución en esta vida y sostiene al mismo tiempo que es la única vida. Es patética su confesión de que “vale más un perro vivo que un león muerto” (9, 4). Mantiene asimismo la convicción de que la ausencia de la retribución hace que el corazón de los buenos se llene de maldad. Ve en los placeres de este mundo un don de Dios, y exhorta a ellos como única vía de salida. Sin embargo no pierde su fe y su confianza en Dios, pero se niega a resolver el problema.
[3] Sheol es una denominación para la muerte, el sepulcro, el final de esta vida.