INFANCIA Y ADOLESCENCIA
Florencia Sorazu y
Aizpurua nació el 22 de febrero de 1873 en Zumaya (Guipúzcoa), villa situada en
la costa del Mar Cantábrico. Tuvo la dicha de ser bautizada ya al día siguiente
en la iglesia parroquial de la misma villa. Sus cristianísimos padres, Mariano
y Antonia, se habían casado en 1869, teniendo él 24 años y ella 20. Constituían
una familia muy pobre, pues el oficio de Mariano era el de transportista y
vendedor de pescado. Florencia nació en el mismo año que Santa Teresa del Niño
Jesús, año que se corresponde también con el estallido de la tercera guerra
carlista. El peligro que amenazaba a Zumaya, precisamente por causa de la
guerra, obligó a que la familia se refugiara en el balneario de Cestona, donde
vivió durante dos años.
Es sorprendente comprobar
el avanzado uso de razón y delicadeza
de conciencia de la niña, pues el primer pecado de su vida, del que se acusaría
en sus confesiones generales como una falta de caridad, corresponde a ese
período de estancia en Cestona, cuando debía contar dos o tres años de edad.
Fue el mal juicio que formó respecto a una mujer, a quien oyó hablar
desfavorablemente de una tercera persona. Muy pronto también, cuando tenía
cuatro años, tras su regreso a Zumaya, recibió el sacramento de la
Confirmación. Durante esa primera infancia Florencia asistió como parvulita a
la escuela de las Hermanas Carmelitas de la Caridad y en ella sobresalió
siempre en el aprendizaje del Catecismo.
Hacia 1879 algún revés
económico y la mayor facilidad para el transporte del pescado fresco en
ferrocarril hasta Tolosa, donde Mariano tenía un puesto de venta, movieron a
los Sorazu a establecer su domicilio en San Sebastián, visitando el padre a su
familia cada tres o cuatro días. En esta capital vivió Florencia desde los seis
hasta los once años de edad y aquí acudió a la escuela de primera enseñanza,
única que cursó y con una asiduidad irregular por sus frecuentes enfermedades.
En esta época descubrió la niña que poseía una gran facilidad para profundizar
en los misterios de la doctrina cristiana, hasta el punto de ser requerida por
su maestra para que los explicara. A la edad de nueve años, correspondiendo al
deseo de su madre, hizo el propósito de ser santa, aunque difirió su
cumplimiento hasta que fuese mayor de edad, es decir cuando tuviera 25 años,
pues pensaba ingenuamente que entonces gozaría de las fuerzas necesarias para
no pecar en absoluto, según exigía, a su parecer, tal propósito.
En estos años de
residencia en San Sebastián, en los que no le faltaron a la familia Sorazu
desgracias y privaciones, murieron dos hermanitas de Florencia. La distracción
de la pena causada por estas defunciones fue la razón principal para un nuevo
cambio de domicilio, esta vez a Tolosa, cuando Florencia contaba once años. En
esta edad recibió la Primera Comunión, ingresó en la congregación de Hijas de
María y confesaba mensualmente.
En aquella época era muy
frecuente que los hijos de familias pobres hubieran de dejar la escuela y
buscar trabajo. Así sucedió con Florencia, que a sus trece años pasó un año
sirviendo a una familia de San Sebastián, y después trabajó como obrera en la
misma Tolosa, en la fábrica de boinas de Elósegui, enfrente de la cual se
hallaba el domicilio familiar.
A los quince años y por
el espacio de un solo año Florencia vivió un período crítico de disipación por
causa de su afición a frecuentar las diversiones mundanas, que consistían en
suma en los paseos de los días festivos y en el baile suelto, único admitido en aquel tiempo. “Así viví como
pagana”, dirá en su Autobiografía.
CONVERSION Y VOCACION RELIGIOSA
Todo aquello acabó con
una conversión fulminante, a raíz de una reprensión de la buena madre de
Florencia, con motivo de su tardío regreso de la romería de San Pedro en 1889,
cuando la joven contaba dieciséis años. A partir de ese momento, Florencia vivió
todavía dos años en Tolosa, trabajando en la fábrica de boinas, pero se impuso
un género de vida de absoluto retiro y dedicación a la oración y a las
mortificaciones voluntarias. Se hizo socia del Apostolado de la Oración e
ingresó en la Tercera Orden de San Francisco. Un encuentro de ese tiempo con
una antigua compañera de diversiones y las palabras que se cruzaron entre ambas
refleja la firmeza de carácter de Florencia y su decidida conversión: “Chica,
¡te has vuelto loca!”, le dijo aquella. A lo cual respondió Florencia: “Más
loca eres tú.” Insistió su ex amiga: “¿Cómo te has vuelto así?” Terminante fue
la respuesta de Florencia: “Pues como se vuelve una piedra al otro lado: ni más
ni menos.”
Sin embargo, Florencia
no pensaba en ser monja. El pensamiento que le asaltaba entonces era el de
retirarse al desierto o vivir en una cueva, y poder así perfeccionar su vida de
oración. Como a ella le parecían estas aspiraciones impropias a su condición de
pecadora, no las comunicaba a su confesor habitual, D. Francisco Tellechea;
pero este barruntaba alguna cosa, por lo que en cierta ocasión mandó a
Florencia que fuera a confesarse con un sacerdote, D. Martín Barriola, párroco
de Anoeta, que tenía fama de santo y que a la sazón confesaba en el mismo
templo. Obedeció Florencia y, aunque tampoco dijo nada a D. Martín de sus
anhelos, él adivinó sus pensamientos e indicó a la joven que Dios le deparaba
el desierto en un convento de clausura. Ante la dificultad alegada por
Florencia de la pobreza familiar para proporcionarle una dote, el confesor
habitual, que confirmó el consejo de D. Martín, le sugirió que para obviar tal
inconveniente recibiera unas lecciones de música, que le valdrían por dote para
ingresar en una comunidad como cantora. Aceptó Florencia el consejo y siguió esas
lecciones.
En 1890 Florencia viajó
a Caspe, ciudad en la que permaneció unos días, para acompañar a una amiga, que
había de tomar el hábito de Capuchina en el convento de Ntra. Sra. del Pilar, y
ella misma quedó casi comprometida para ingresar en esa comunidad. Pero a
principios de 1891, la inesperada muerte de la primogénita de la familia
Sorazu, Concepción, unida al bulo propalado por alguna persona de tratarse de
un caso de viruela, sumió a los Sorazu en una terrible tribulación. El hecho de
que Florencia quedase como hija mayor -
su hermano José Manuel había entrado en la orden de San Francisco -,
obligó a retrasar medio año el ingreso de la joven en el convento, tiempo en el
cual se produjo un cambio de rumbo en su proyecto de vida religiosa. En efecto,
las monjas Concepcionistas Franciscanas del convento de La Concepción de
Valladolid habían rezado los siete domingos a San José y novenas a la Virgen
para conseguir una cantora. En esa situación, fue a Valladolid en cuestación el
“pedigüeño” de las Capuchinas de Caspe, con un Niño Jesús, en cuya urna las
Concepcionistas depositaron una limosna, al tiempo que le pedían una vez más
una cantora. Al marcharse el “pedigüeño”, la tornera tuvo la feliz idea de
preguntarle si conocía alguna joven que fuese cantora y quisiera ser monja. Y
aquél le dio las señas de Florencia, a quien había conocido en Caspe. Sin
pensarlo dos veces, la abadesa de La Concepción de Valladolid escribió a
Florencia ofreciéndole entrar en el monasterio como cantora. Aunque Florencia
quería mantener la palabra dada a las Capuchinas, su madre, conocedora de la
poca salud de la hija y temerosa de que no pudiera resistir los rigores de esta
orden, le aconsejó que aceptase la oferta de las Concepcionistas. Así pues, el
25 de agosto de 1891 Florencia, acompañada por su confesor D. Francisco
Tellechea, tomó el tren en Tolosa para Valladolid, y el 26 por la tarde hizo su
entrada en La Concepción.
PRIMEROS AÑOS DE VIDA RELIGIOSA
(1891-1904)
Florencia pasó el mes de
postulantado más triste que alegre. A la separación de su familia se unía el
hecho de ver cierta relajación en la comunidad, compuesta por siete religiosas
de coro y una hermana lega. La Abadesa y Maestra, a quien expuso sus temores,
prometió darle todas las facilidades para que pudiera cumplir la Regla y le
aconsejó que tomara el hábito, cosa que hizo el día de San Miguel, 29 de
septiembre. Le fue impuesto el nombre de Sor María de los Ángeles.
Durante el año de
Noviciado se vio privada de todo consuelo divino y humano. Echaba de menos a
sus padres y hermanos. Sufría incertidumbre respecto al estado de su conciencia, que ya había padecido en el
último año de su vida seglar, y la tentación de abandonar la comunidad y entrar
en otra más observante. Ello se agravaba por no poner al confesor al corriente
de sus interioridades. Con todo no podía decidirse a dejar a unas religiosas,
que cifraban en ella todas sus esperanzas y le mostraban una gran deferencia y
cariño. Así pues, vencida la tentación, el 6 de octubre de 1892 Sor Ángeles
hizo su profesión solemne y empezó a cumplir los votos y la Regla con toda la
perfección que Dios le exigía. En esa
misma fecha de su profesión Sor Ángeles se consagró a la Virgen, escogiéndola
por su protectora, Maestra, Directora y Reina. Ese descubrimiento, sin
intermediarios humanos, de la perfecta consagración a la Virgen, que muchos
años más tarde averiguó se hallaba en la base de la espiritualidad del entonces
Beato Luis Mª Grignion de Montfort, fue el principio de su vida espiritual
mariana.
El 15 de agosto de 1893
con una intervención de San Francisco, que ella no sabe explicar, se produjo en
la vida de Sor Ángeles una segunda conversión.
Se propuso consagrar a la oración todo el tiempo libre, quitar al sueño una o
dos horas para practicar ejercicios de piedad, mortificarse con el ayuno y
penitencias, meditar en la Pasión y en los Novísimos. Comenzó entonces en su
vida un período de purificación o noche mística, al que ella denomina Purgatorio de la vida espiritual. El 25
de septiembre de 1894 tuvo lugar una entrega de Dios y un estado subsiguiente
de unión, en el que Sor Ángeles vivió unos tres meses, pasados los cuales
volvió a un estado más ordinario, en el que permaneció largos años con la
nostalgia de la unión perdida, considerándose peregrina en el mundo y buscando
ansiosamente a sus amores, Jesús y María, en la contemplación de la vida de
Cristo.
Por un espacio de casi
tres años, desde septiembre de 1895 hasta junio de 1898, a causa del estado
ruinoso del monasterio que exigió obras de reparación, la comunidad de La
Concepción hubo de trasladarse al convento de Concepcionistas de Jesús-María,
en la misma ciudad de Valladolid. La cantora de oficio de Jesús-María, la M.
Valeriana, apreció tanto a la M.
Ángeles, que llegó a decir que no podría superar el desgarrón de la separación,
cuando Sor Ángeles volviese a La Concepción; y, en efecto, murió al mes justo
de haberse separado las dos comunidades. Decía que le había hecho más bien la
conversación de Sor Ángeles que todos los sermones que había oído a todos los
predicadores en el tiempo que llevaba en el convento, y sus ejemplos más que
todo lo leído en los libros.
Por iniciativa de Sor
Ángeles, la comunidad de La Concepción celebró la noche del 31 de diciembre de
1900 una memorable acción de gracias a Dios por todo el culto tributado a la
Santísima Virgen durante el siglo XIX, singularmente por la definición
dogmática de la Inmaculada Concepción.
El padre de Sor Ángeles,
Mariano, a quien ella profesaba un vivísimo amor, había fallecido en Tolosa en
mayo de 1900, y un año después, en abril de 1901, falleció también el único
varón que quedaba en la casa familiar, su hermano Joaquín-Luis. Sor Ángeles,
que desempeñaba el oficio de cantora desde 1891, al verse ya inútil en 1904
para el mismo por su pérdida de voz, motivada muy probablemente por sus excesos
en ayunos y penitencias, pidió a su difunto hermano que le alcanzara la gracia
de la dote para poder ser relevada de aquel oficio, y, en efecto, una señora de
Valladolid, que luego ingresaría en el convento, hizo efectiva la dote.
Sor Ángeles, que vivía
una intensa vida espiritual, conocía desde mucho tiempo atrás que Dios le pedía
que se confiara a la dirección espiritual, pero ella no se atrevía a dar ese
paso: lo deseaba, pero no se decidía a franquearse con los ministros de Dios,
sin duda por una humildad mal entendida, fuera de lo imprescindible en el
tribunal de la Penitencia. Sor Ángeles comprendía que necesitaba de dirección,
porque veía que hacía poco aprecio de las gracias y favores de Dios, al pensar
que no debían valer gran cosa cuando le eran otorgados a ella, pecadora. Pero,
por otra parte, rehuía esa dirección espiritual porque Dios le había hecho
entender que tan pronto como tuviera director espiritual sería nombrada
abadesa, y temía que eso impediría su búsqueda de la soledad y el retiro para
darse del todo a la oración y contemplación. Estando así las cosas, el 10 de diciembre
de 1903 Dios le mostró su disgusto por la tardanza en cumplir esa orden
relativa a la dirección espiritual. En consecuencia, al no existir en
Valladolid por aquellas fechas ningún convento de Franciscanos ni Capuchinos,
empezó Sor Ángeles a dirigirse en enero de 1904 con el P. Andrés de
Ocerin-Jáuregui, del convento franciscano de La Aguilera (Burgos), que iba con
alguna frecuencia a Valladolid. Y al mes de haberse confiado Sor Ángeles a la
dirección del P. Andrés, el 21 de febrero de 1904 fue elegida Abadesa a los 31
años de edad, habiendo obtenido once votos de un total de doce religiosas
votantes.
ABADESA DE LA CONCEPCION (1904-1921)
Ya en tres elecciones
anteriores - en 1898, en 1900 y en1903 - la M. Ángeles había obtenido la mayoría,
pero la elección no fue confirmada por la autoridad eclesiástica por falta de
la edad requerida. Al ser elegida en 1904, Sor Ángeles manifestó que no
aceptaría el cargo sino con la condición de que las religiosas aceptasen como
verdadera Abadesa a la Santísima Virgen. La comunidad aceptó tal propuesta y,
unos meses más tarde, en la celebración del 50 aniversario de la definición del
dogma de la Inmaculada la misma comunidad nombró a la Virgen Abadesa perpetua. Aunque
ese gesto de Sor Ángeles tenía ya un precedente en la Venerable María de Jesús
de Ágreda (1602-1665), probablemente conocido por aquella, de hecho fue la
misma Virgen María quien en 1895 le había ya revelado que sería Abadesa e
invitado a que hiciera renuncia en Ella de tal cargo. Sor Ángeles sería Abadesa
hasta su muerte en 1921, pues fue reelegida en las sucesivas elecciones
trienales.
Sabemos que de 1906 a
1920 recibió en la comunidad hasta veinte jóvenes, a quienes daba ella misma
los Ejercicios para las tomas de hábito y profesiones. Para su formación les
daba a leer la Mística Ciudad de Dios
de la Venerable María de Jesús de Ágreda y el Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas del P. Alonso
Rodríguez. Aunque a decir verdad Sor Ángeles ya había impulsado la reforma de
la comunidad desde antes de su elección como Abadesa, a partir de la misma
trabajó intensamente para que la
caridad reinase en La Concepción, de modo que todas las religiosas se amasen
con amor puro, sin amistades particulares, y fue rigurosa en la corrección y castigo
de las faltas contra la caridad. Su bondad, mansedumbre y prudencia hicieron
que en poco tiempo consiguiese lo que deseaba y llegase a vencer la resistencia
de las religiosas más rebeldes, olvidando sus injurias, hablándoles
cariñosamente, excusando sus intenciones y encomendándolas a Dios. Era muy
celosa en que se guardase el silencio, observaba con esmero las reglas y
constituciones y distribuía los oficios entre las religiosas más dignas sin ninguna
acepción de personas. Recibía siempre con mucho agrado en su celda a todas sus
hermanas de comunidad, y cuando despedía a alguna, por ser necesario, lo hacía
con una gran delicadeza. Muchas veces corregía con la sola mirada. Procuró que
los oficios litúrgicos se celebraran con la mayor dignidad e introdujo el Vía
crucis diario, y también dos horas de meditación. Dirigía pláticas de gran
calidad a la Comunidad, y animaba ella misma la recreación, que era de una
hora, haciendo hablar a todas con preguntas que versaban generalmente sobre
cosas de Dios y de la vida espiritual. Por lo que toca al aspecto material,
hallándose el monasterio escaso de recursos, nunca faltó lo necesario, pues ella
confiaba siempre en el Señor. Cuando la bolsa estaba vacía, ordenaba que la
colgaran al cuello de la imagen de la Virgen o de San Antonio, y las limosnas
llegaban puntualmente. Si bien tuvo que hacer bastantes reparaciones en el
deteriorado convento, no tentaba a Dios en aventurarse a emprender obras sin
tener los medios, y nunca dejó nada a deber a nadie: mandó entarimar la
iglesia, hacer una casa para el capellán y una hospedería. Puso lavadero en el
convento y ordenó que las mismas monjas hiciesen el lavado, dando ejemplo ella
misma en lavar, como también en barrer, y se distinguió mucho en el servicio y
atención a las religiosas enfermas.
DIRECTORES ESPIRITUALES Y ESCRITOS
La dirección espiritual
del franciscano P. Andrés no duró mucho, pues no se creía competente para ello
y surgieron envidias, que no les dejaban vivir. El segundo director de Sor
Ángeles fue D. José Hospital Frago,
Deán de la Catedral de Valladolid. Si bien nominalmente lo fue durante cinco
años, su dirección fue real y efectiva sólo en los dos primeros, pues a fines
de 1907 se produjo una dolorosa crisis en la dirección, causada por una visita del
Sr. Arzobispo de Valladolid, Monseñor Cos, quien confesó a todas las religiosas
y preguntó a Sor Ángeles con quién se dirigía. Conocido el nombre del director,
el Arzobispo le dijo a Sor Ángeles que él no estaba conforme con la dirección
que el Deán acostumbraba a impartir, por lo que debía buscar otro director y
entre tanto continuar con el mismo, aunque sin revelarle este consejo
confidencial. Se encontró así Sor Ángeles sujeta durante un largo período a
ansiedades de conciencia, escrúpulos y temores, situación violenta a la que no
encontraba salida. Esta situación se vio agravada en 1909, cuando el Deán fue
nombrado confesor ordinario de la Comunidad y Sor Ángeles recibió una carta del
Arzobispo en la que le prohibía comunicarse con aquél y detenerse en el confesionario.
Fue en 1910 cuando Sor
Ángeles entendió que recobraría la paz de su alma con el primer confesor
extraordinario que fuese a la comunidad. Este confesor fue el P. Mariano de
Vega, quien como Provincial de los Capuchinos de Castilla había tanteado en
1908 las posibilidades de fundar un convento capuchino en Valladolid. En esos dos
últimos años había visitado varias veces el convento de las Concepcionistas y
conocido a Sor Ángeles, la cual quiso confesarse con él, pero sin conseguir
obtener el permiso para ello del Sr. Arzobispo, por no haber cumplido todavía
el P.Mariano los 40 años. Habiendo cesado éste en su cargo de Provincial en
junio de 1910, fue destinado a León
como Director y profesor del colegio teológico, y en estas circunstancias fue enviado el 1º de julio a La Concepción
en calidad de confesor extraordinario. Con ello se inició una dirección de Sor
Ángeles por el P. Mariano, que iba a efectuarse principalmente por medio de una
extensa correspondencia, pues, aunque el director visitaba con alguna
frecuencia a su dirigida, vivían en ciudades distintas. El P. Mariano ordenó a
Sor Ángeles que le enviara una relación escrita de sus pecados y de los
principales favores recibidos de Dios. Al leer esa relación de 126 páginas, el
P. Mariano tuvo la feliz idea de mandarle escribir la Autobiografía. Ese
trabajo, asumido por la M. Sorazu por obediencia y que fue causa de
escrúpulos e inquietudes de conciencia
al tener que escribir sobre sí misma, nos ha permitido disponer de páginas
incomparables sobre el mundo sobrenatural, que tienen la frescura e inmediatez
propias de los relatos de viajeros que visitan tierras lejanas. La
compenetración entre el P. Mariano y Sor Ángeles fue total y grande el provecho
de la última, pero surgió una nueva contradicción en la vida de la M. Sorazu.
Como el P. Mariano gozaba de un gran prestigio en La Concepción y dirigía
también a otras monjas, al parecer a causa de los celos del confesor ordinario
se produjo una intervención de la Curia Arzobispal de Valladolid con un breve
oficio, que prohibía a las religiosas del convento de La Concepción “todo trato
de palabra y por escrito” con el “P. Fray Mariano de Vega, Capuchino del
convento de León”. Así que durante unos dos años y medio Sor Ángeles quedó de
nuevo sin director.
A principios de 1916 Sor
Ángeles tomó por director al franciscano P. Narciso Nieto, que residía en
Calabazanos (Palencia), pero no llegó a darle a conocer sus relaciones
sobrenaturales, por lo que su dirección no fue muy efectiva. En octubre de 1917
asumió la dirección de Sor Ángeles el dominico P. Alfonso Vega, residente en
Valladolid, a quien conoció con ocasión de unos Ejercicios que dio a la
Comunidad. Este Padre, que era muy aficionado a la Mística y a las obras de
Santa Teresa, en un principio expresó un juicio negativo respecto a la
espiritualidad de su dirigida. Pero Sor Ángeles, siempre dispuesta a admitir
reparos, defendió con tal firmeza la realidad de los favores de Dios de que era
objeto y de los que tenía plena evidencia, que hizo cambiar de parecer al P.
Alfonso. Éste no sólo aprobó el espíritu de Sor Ángeles sino que le mandó que
escribiera el tratado que lleva por título La Vida Espiritual, su obra
principal, en la que expone la influencia de la devoción mariana en la vida
mística. Hacia 1913 ó 1914 se había leído en comunidad el opúsculo Vida Mariana del jesuita P. Nazario
Pérez. Al ver la gran coincidencia entre su espiritualidad y la que se enseña
en ese opúsculo, en cierto momento Sor Ángeles entendió que era voluntad de
Dios que hiciese depositario de sus escritos al P. Nazario, para evitar que
algún día se publicaran con un enfoque diverso. Si bien el P. Alfonso se opuso
al principio al envío de los escritos al P. Nazario, opinando que debían ser
enviados a los franciscanos por razón de la afinidad espiritual de las
Concepcionistas con la Orden Franciscana, la M. Sorazu insistió firmemente en
que era voluntad de Dios que fuese el jesuita y no otro el depositario de los
escritos, por lo que finalmente el P. Alfonso otorgó el permiso para dicho
envío. A principios de 1920 concluyó la dirección del P. Alfonso, al ser
destinado por los superiores a Santiago.
Desvanecidos los recelos
y calumnias que los celos habían acumulado sobre la dirección del P. Mariano, y
habiendo fallecido el cardenal Cos en diciembre de 1919, el Obispo auxiliar y
Vicario Capitular D. Pedro Segura escribió a la M. Ángeles en abril de 1920
autorizándola a dirigirse por escrito con el P. Mariano, que ahora residía en
Bilbao y era Maestro de Novicios, y a confesarse con él cuando pasara por
Valladolid. Poco más de un año de vida le quedaba ya a Sor Ángeles. Por las
cartas cruzadas entre el P. Mariano y la M. Sorazu, entre 1910-1913 y 1920-1921,
se ve claro que de todos sus directores Sor Ángeles sólo consideró al P.
Mariano como su Padre-verdad. El P. Mariano ordenó a Sor Ángeles que reclamara
sus escritos al P. Nazario Pérez, y aunque ella persistía en su anterior
voluntad, persuadida como estaba de que era voluntad de Dios el depósito
anteriormente efectuado, obedeció al P. Mariano. Pero el P. Nazario contestó
que, si bien ella hacía bien en obedecer a su director, él no estaba obligado a
devolver lo que ella había voluntariamente cedido. El P. Mariano desistió de su
empeño, pero pidió al P. Nazario que dejara en suspenso su proyecto de edición
de las obras, a lo cual accedió gustosamente el segundo.
ULTIMA ENFERMEDAD Y MUERTE
En Agosto de 1920 había
fallecido en Tolosa, a la edad de 78 años, la madre de Sor Ángeles. Ésta, por
su parte, se hallaba falta de salud. Las mismas comunicaciones místicas
aniquilaban sus fuerzas naturales. Decía ella que no podía tener salud mientras
tuviera memoria de que hay Dios, pues el alma con todas sus fuerzas vitales se
siente arrastrada hacia Dios y desempeña mal las funciones orgánicas. Sor
Ángeles practicó un retiro de cuarenta días pocos meses antes de su muerte como
ensayo para la vida del cielo. Tras haber pasado muy mal el invierno, empeoró
por Pascua de Pentecostés de 1921. El nuevo Arzobispo de Valladolid, Don
Remigio Gandásegui, fue a visitarla y darle la bendición el 13 de junio. El 15
de agosto se agravó su estado de tal modo que ya no pudo levantarse de la cama.
En los últimos días tuvo muchos dolores y vómitos de sangre. Falleció en medio
de grandes sufrimientos con un copioso vómito de sangre y tras haber
pronunciado las palabras: “Maternidad
divina, asísteme”, hacia las seis de la mañana del domingo 28 de agosto de
1921, a consecuencia de un cáncer,
según el dictamen médico.
RAMON OLMOS MIRO, m.C.R.