La edición está agotada y es lástima que no se tenga este prólogo. En el VII Simposio de Estudios Tomísticos del Instituto Santo Tomás de Barcelona, el Dr. Juan Manuel de Prada me dio personalmente permiso para incluirlo en mis páginas, y aquí lo dejo |
Un paseo por la Toscana, en pos de los frescos que en la edad de oro de la Cristiandad ilustraban los muros de las iglesias, me permitió este verano entender la razón primordial del agostamiento de la fe en nuestra época, que no es sino la consecuencia lógica de un proceso iniciado muchos siglos atrás, cuando aquellos frescos empezaron a ser raspados de las paredes. Fue una revelación súbita, que luego he ido madurando, rumiando, hasta convencerme de su verdad originaria y esencial. En las pocas iglesias toscanas donde todavía sobreviven los ciclos de frescos que fueron pintados allá en la edad de oro de la Cristiandad, descubrimos que tales frescos fueron concebidos como una suerte de catequesis que narraba, con imágenes comprensibles a cualquier inteligencia, la historia de la Salvación. Una historia que no concluye con la muerte y resurrección de Cristo, sino con su segunda venida, con su Parusía, que es el cimiento firme de la esperanza cristiana, y también su cima o culminación. El epicentro de todas estas narraciones iconográficas que han sobrevivido a la destrucción es, en efecto, un Cristo en gloria y majestad que juzga a vivos y difuntos desde su trono, rodeado de jerarquías angélicas. A sus pies, los autores de aquellos frescos pintaban la resurrección de la carne -hombres y mujeres que salen atolondradamente de sus tumbas, convocados por el tañido de una trompeta, como quien despierta de un letargo-; a su derecha, pintaban los gozos de la Jerusalén celeste; a su izquierda, el llanto y crujir de dientes de la condenación eterna.
Así se representaba siempre; y el fiel de aquellos tiempos sabía cuál era el fin de su peregrinaje. El dogma de la Parusía de Cristo, que recitamos entre los artículos de fe recogidos en el Credo de la Iglesia, es tan medular para la fe como el de su primera venida o Encarnación. Un dogma que conocemos a través de la propia predicación de Jesús recogida en los Evangelios sinópticos (Lc 17, 20; Mt 24, 23; Mc 13, 21) y que encontramos repetido en las epístolas de Pedro y Pablo, así como en esa gran profecía escatológica que es el Apocalipsis, donde se nos enseña que esta segunda venida de Cristo será precedida de una gran apostasía y una gran tribulación. Sabemos que el mundo no seguirá desenvolviéndose indefinidamente hasta el agotamiento de sus recursos, ni acabará por azar o catástrofe natural, sino que lo hará por una intervención directa de su Creador. El universo -nos recuerda el gran Leonardo Castellani- no es un proceso natural, sino un «poema dramático del cual Dios se ha reservado la iniciación, el nudo y el desenlace, que se llaman teológicamente Creación, Redención y Parusía».
Allá en la edad de oro de la Cristiandad, cualquier campesino analfabeto (si entendemos «analfabeto» en el sentido banal que nuestra época, pletórica de analfabetos en un sentido más hondo, atribuye a la palabra) conocía las realidades últimas de los misterios parusíacos como el Paternóster; pues no en vano, cada vez que iba a misa, las veía representadas en los frescos que ilustraban su iglesia. Hoy, hasta el católico más docto y devoto titubearía en su enunciación; y si se hiciera una encuesta entre il popolo di Dio descubriríamos que nueve de cada diez católicos desconocen, o conocen muy deficientemente (a menudo embrolladas y entreveradas de las supersticiones más pintorescas) las realidades últimas. La enfermedad de nuestra fe consiste en pensar que Dios no vuelve más; o siquiera, en no pensar que vuelve. La Parusía ha desaparecido casi por completo de la predicación de nuestros ministros; y en las catequesis parroquiales -como en la morrallona de libracos «didácticos» con que se apedrean las meninges de nuestros hijos- cualquier mención a esta segunda venida de Cristo ha sido concienzudamente escamoteada. El Apocalipsis de San Juan, que es el Evangelio de las realidades últimas, ha sido confinado a la categoría de libro esotérico, de lectura poco menos que desaconsejada; y el fiel de nuestros tiempos no sabe hacia dónde peregrina, con lo que se ha convertido en una suerte de pato mareado que camina en círculo, haciendo girar la rueda de molino de una fe que, privada de su horizonte escatológico, se queda reducida a moralina inmanentista.
En su discurso del Areópago, San Pablo trata de predicar su fe con palabras inteligibles a los hombres que lo escuchan. Al principio, su discurso resulta plenamente aceptable para esos hombres, formados en la filosofía griega, pues San Pablo aporta reflexiones en las que paganos y cristianos podían converger sin excesiva disensión; pero, llegado el momento, no tiene rebozo en hablar del Juicio Final, piedra de escándalo para sus oyentes, que podían aceptar la inmortalidad del alma, pero no la resurrección de la carne. Y, naturalmente, sus palabras causan entonces rechazo y escándalo. Sospecho que por miedo a ese rechazo y escándalo, por temor a no ser aceptada en un mundo «racionalista», la Iglesia titubeó en su predicación de la Parusía de Cristo; y, una vez contaminada por el veneno del titubeo, descubrió que volver a predicar la Parusía contrariaba el espíritu de la época, que gusta de soslayar cualquier asunto enojoso o aflictivo (y ya se sabe que la Parusía vendrá precedida de acontecimientos luctuosos). Así, para evitar inquietudes y desazones, se ha cegado la fuente de la esperanza cristiana: con lo que al cristiano de hoy se le invita a vivir en el panfilismo de una fe convertida en masa delicuescente de creencias superfluas, perfectamente sustituibles por un código de buena conducta y una vaga afirmación de trascendencia (almitas como luciérnagas, revoloteando en derredor de una abstracta divinidad); o, todavía peor, se le condena a sufrir mayor inquietud y desazón, pues desde el momento en que se le arrebata el horizonte escatológico, la persecución más o menos declarada o sibilina que padece su fe deja de tener un sentido teológico cierto, y no le queda otra solución sino emboscarse y pasar inadvertida hasta que amaine el temporal (que no amainará nunca, mientras el mundo sea mundo), con el consiguiente resfrío de su fe, que acabará amustiándose hasta la consunción.
Al ocultar el proceso divino de la Historia -como los engreídos «estetas» de los siglos xVI y XVII ocultaron los frescos medievales que ilustraban las paredes de las iglesias, sustituyéndolos por arte «devoto», esto es, sentimental-, nos sumamos a la desesperación de nuestra época (todo lo «optimista» y bullanguera que se quiera, mas no por ello menos aciaga y terminal), que promete al hombre el paraíso en la tierra por sus propias fuerzas; esto es, mediante la intervención de la ciencia y la política, diosecillos salidos de sus manos. O bien nos apuntamos a la política, cierta visión espiritualista y ñoña (la ñoñería es la retórica del pánfilo que se quiere engañar) de las cosas últimas, según la cual todas las almas de los hombres que en el mundo han sido se fundirán en Dios, formando parte de su mismo ser. Frente a esta ensoñación seudorreligiosa, el mismo Cristo nos anunció en su discurso escatológico que vendría una tribulación como no se habrá visto otra sobre la tierra; tan pavorosa -nos especifica- que, si fuese posible, hasta los mismos elegidos serían inducidos a error. La tierra, cubierta casi totalmente por la iniquidad y la corrupción más execrables, verá a los pueblos levantarse contra Dios; la apostasía cubrirá el mundo como un diluvio; los santos serán derrotados en todas partes, entre persecuciones y quebrantos; el poder político perseguirá con ensañamiento la verdadera religión, que a los ojos de la masa cretinizada parecerá una religión de delincuentes; una multitud de falsos profetas con apariencia de religiosidad verdadera procurará seducir a los pocos fieles de Cristo para perderlos; y, en medio de ese panorama aparecerá el Anticristo, el Hijo de la Perdición, que muchos confundirán con un nuevo mesías, y a quien Cristo mencionó elípticamente: el Otro. No sabemos si el Anticristo será una persona o un movimiento filosófico y político; no sabemos cuando sobrevendrá su reinado sacrílego (si es que no está ya sobreviniendo, ante nuestra ceguera), que instaurará una impostura religiosa fundada en la adoración del hombre; pero Cristo nos confió que su reinado sería breve, y que Él mismo se encargaría de derribarlo de un soplo con su segunda venida.
Todo esto lo sabían los campesinos analfabetos, allá en la edad de oro de la Cristiandad; y por eso su fe era como un pedernal que las zozobras no desgastan. Pues sabían que, por atroces que fueran sus padecimientos, obtendrían recompensa; y sabían también que la victoria final estaba asegurada. Los católicos de hogaño hemos dejado de creer en esa victoria final; y así toda nuestra vida se cifra en evitar los padecimientos, que por nimios que sean se nos antojan atroces. Tal vez porque le tocó padecer mucho, Leonardo Castellani* fue siempre un hombre expectante de las realidades últimas, tan expectante que le fue permitido contemplarlas a la vez con mirada panorámica (como el profeta que las ve desde una atalaya) y ensimismada (como el poeta que las ve desde dentro, habitando en ellas); y toda su escritura está alumbrada por un horizonte escatológico que la torna distintiva e irresistible. Innumerables fueron los artículos y conferencias que nuestro autor dedicó, a la luz de la Revelación y de la Tradición, a los misterios parusíacos; y hasta cinco los libros suyos que tienen como asunto principal la interpretación de las profecías apocalípticas. Dos de ellos son novelas más o menos fantasiosas, aunque (como siempre ocurre en nuestro autor) nacidas «con oración y lágrimas» de las entrañas de su tribulación personal: Su Majestad Dulcinea (1956) puede leerse como una suerte de continuación o glosa de Señor del mundo, la magna obra de Robert H. Benson,** de ambientación argentina; y Juan XXIII (XXIV) (1964), una extravaganza papal, muy en la línea del Adriano VII del Barón Corvo. Los otros tres títulos componen una suerte de trilogía exegética sobre el Apocalipsis: Cristo, ¿vuelve o no vuelve? (1951) es una colección de breves ensayos; Los papeles de Benjamín Benavides, una briosa y curiosísima novela que Castellani empezó a publicar en 1954 (en una edición que sólo contiene sus dos primeros libros), para dar por acabada en 1978; y, por último, El Apokalypsis de San Juan (1963), donde junto a una traducción del original griego, Castellani nos propone su interpretación más novela sistemática del libro.
* Para una somera aproximación biobibliográfica a Leonardo Castellani recomendamos la lectura de nuestro prólogo a Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI (LibrosLibres, Madrid, 2008) 14
** El propio Leonardo Castellani publicaría en 1958 una traducción de la novela de Benson. Existe una edición más reciente de esta novela publicada por Homo Legens, con traducción de Miguel Martínez-Lage.
Para muchos de los seguidores de Castellani, El Apokalypsis de San Juan es su obra más granada; y así lo consideró su propio autor en alguna ocasión. Nosotros, sin atrevernos a formular juicios tan contundentes (y, por lo demás, insensatos, pues el genio castellaniano se derramó sobre los géneros literarios más diversos), podemos afirmar sin titubeos que, desde luego, se trata de su obra exegética más cuajada, escrita en plena madurez espiritual e intelectual, cuando el escritor ya había dejado atrás los años más crudos de su trayectoria doliente (en 1949 había sido expulsado de la Compañía de Jesús y suspendido como sacerdote), apenas tres años antes de que le fuera restituido definitivamente el ministerio sacerdotal. El Leonardo Castellani que escribe El Apokalypsis de San Juan es, pues, un hombre que ha sufrido lo indecible, que ha apurado hasta las heces el cáliz del dolor y que ha probado la fortaleza diamantina de su fe; es, también, un escritor en la cúspide de sus registros expresivos, provisto de una erudición filológica, teológica y patrística fuera de lo común y bendecido por la sensibilidad del poeta y la clarividencia del profeta. Con ingredientes tales, Castellani logra completar una obra que no es meramente iluminadora en el sentido exegético de la palabra, sino también y sobre todo en un sentido poético; pues, como bien sabía Castellani, la teología, para no devenir ciencia árida y desecada, necesita estar penetrada de un hálito poético, capaz de alumbrar desde dentro el misterio divino. Esta capacidad de alumbramiento poético la poseía Castellani por arrobas: sólo así se explica el vuelo soberanamente libre de su escritura (en la que la libertad nunca está reñida con la ortodoxia) y la originalidad de sus juicios.
Y así consigue adentrarse en la interpretación del Apocalipsis como muy pocos comentaristas han logrado hacerlo. Castellani nos enseña que el procedimiento literario del Apocalipsis de San Juan no es acumulativo, al modo de una epopeya, sino semejante al de la poesía dramática: una tragedia está toda contenida en el primer acto; y los actos siguientes la hacen caminar hacia el desenlace, pero con frecuentes saltos atrás que iluminan más y más su planteamiento. San Juan vio «temáticamente» en Patmos el drama de la historia del mundo en los tiempos parusíacos y su desenlace glorioso. De este modo, aunque da saltos atrás frecuentes, para describirnos las tribulaciones y calamidades sin cuento que la precederán, la visión del triunfo final domina todo su libro. El Apocalipsis no es, como los incrédulos pretenden, un libro de horrores, sino de esperanza y consuelo; aunque, ciertamente, una luz implacable -que a los incrédulos se les antojará oscuridad y pesimismo- se extiende desde él sobre la historia del mundo y sobre los pueriles desvelos de los hombres.
En la interpretación de esos «saltos atrás» -o recapitulaciones- del Apocalipsis Leonardo Castellani se nos muestra especialmente dilucidador. Partiendo de la consideración de que el Apocalipsis no es una historia lineal o acumulativa, Castellani logra ofrecernos una lectura comprensiva y plenamente satisfactoria de los diversos setenarios que se suceden en el libro, salvando así las dificultades irresolubles que han terminado por rendir a tantos hermeneutas. El número siete significa siempre en las Escrituras universalidad, es una cifra que comprende el mundo, que nombra un ciclo completo; y por lo tanto no podemos pensar que cada uno de los setenarios incluidos en el Apocalipsis describe fases sucesivas: las cartas a las Siete Iglesias equivalen a siete épocas de la historia de la Iglesia; las Siete Tubas recorren las sucesivas herejías que se han ido manifestando a lo largo de los siglos, hasta desembocar en la herejía última; los Siete Sellos describen la curva del progreso y la decadencia del cristianismo en el mundo; las Siete Redomas prefiguran las calamidades de las postrimerías. Y todos estos setenarios se despliegan siguiendo el método de la recapitulación: cada vez que en su narración el Apocalepta se aproxima a la Parusía detiene su relato y vuelve a comenzar desde una nueva perspectiva.
Castellani no pretende encontrar un intrincado significado alegórico en cada uno de los pormenores de las distintas visiones que se suceden en el Apocalipsis. Está convencido de que el libro no es -como su propio nombre indica- una colección de enigmas irresolubles, sino una profecía que abarca todo el tiempo de la Iglesia, desde la Ascensión de Cristo hasta su Parusía, con el acento puesto en ésta última: por eso San Juan siempre se refiere a Cristo como el que era y el que es y «el que está viniendo», en una forma verbal intraducible en español; y por eso a Castellani, más que el desciframiento de pormenores concretos, le interesa el sentido completo del relato. Particularmente brillante es su aplicación del método tipológico en pasajes que han conducido a otros exegetas a concluir que el Apocalipsis es una profecía ya cumplida: del mismo modo que Jesús, en su predicación escatológica, presenta la destrucción de Jerusalén como figura o símbolo (tipo) de una realidad futura que habrá de cumplirse (antitipo), el visionario de Patmos emplea con frecuencia su conocimiento de las tribulaciones padecidas por los primeros cristianos a manos de los emperadores romanos como tipo de la persecución última, que correrá a manos del Anticristo.
Leonardo Castellani, como aquellos pintores de frescos que, allá en la edad de oro de la Cristiandad, reservaban a la Parusía el lugar de privilegio en sus hermosas representaciones de la Historia de la Salvación, sabe que la virtud teologal de la esperanza acaba marchitándose, o convirtiéndose en una cáscara hueca, cuando dejamos de esperar la segunda venida de Cristo. Para quienes han dejado de esperarla, creyendo que la historia es un producto meramente humano, es natural que el Apocalipsis resulte un libro sombrío, torvo, angustioso, plagado de amenazas amedrentadoras que se atreven a contrariar el ilusorio reinado de paz perpetua y delicias universales que nos promete el Progreso Indefinido (máscara risueña tras que se esconde el rostro del Anticristo); para quienes aún la esperan, para quienes aún exclaman con fervor en el sacrificio de la misa «¡Ven, Señor Jesús!», el relato de las ultimidades es confortante y consolador, porque, además de dar sentido a las tribulaciones presentes, las ilumina con la visión gloriosa de la Jerusalén celeste, fin de nuestro peregrinaje. Este libro de Castellani, querido lector, te procurará la mejor brújula para el camino.
JUAN MANUEL DE PRADA
Madrid, octubre de 2010 |
Camino(s) ascendente(s):